Quizá, en mi afán y producto de su vanidad, me haga pensar que cualquier mujer que se encuentre cerca suyo anhele su ser; que, inclusive, el que se le vea junto a usted exalte su corazón, insensata por su compañía. De no podérselo probar, se encuentra primeramente mi testimonio.
Empecemos partiendo de lo tedioso que es encontrarse jugando de puntas, arrimado incómodamente al umbral de algún huésped, esperando que alguien responda y ceda el paso. No ha sido mi caso. Impaciente, esperaba ya su llegada a mi puerto, ansiosa por desembarcarlo y dejarlo recostar.
Fuesen su risa,
fuesen sus manos,
fuese su hambre de saber,
o aquella rica vitalidad en suya sencillez...
No pude encontrarme más segura de querer estrellarme, ya habiendo caído cautiva en su componente, certera de que es raro e irrepetible.
¿Cómo es posible que nos hayamos encontrado? Más aún: no haberlo hecho antes. Me apena admitirle que haberme enamorado de usted era una apuesta que perdería eternamente si hubiésemos jugado toda la vida. Para mi suerte, sí: eternamente estamos pactados. Le permití que me habitase y, mientras le guardo, le preparo los más cálidos consuelos.
Usted,
mi risueñor,
mi libreta,
mi manto,
mi hombre:
Gracias a usted, benefactor, peco de alardear lo absurdo que sonaría en otras bocas que mi hombre me traicione, me negase o le pese, cuando la certeza de su cariño me alivia y custodia incondicionalmente.
Me ha dado la libertad de expresar mi ser en amplitud, sin sentir vergüenza en absoluto de aquella rareza que dicen que suelo poseer. Usted, jardinero,
me ha adoptado en sus siembras, mirándome como la más bella rosa. Y yo, tentada a verle sonreír, mis colores se acentúan al son de su latir.
Me hace sentir vista, por lo tanto, amada.
Permítame reciprocidad, así mismo que paciencia,
pues no cuento con qué ofrecerle, más que mis simples versos...