Ella lo tenía todo bajo control.
El deseo, perfectamente contenido
como un tenso líquido en un fino vaso.
La palabra exacta,
la pausa calculada,
la distancia justa.
Hasta que un gesto —mínimo—
la rompió.
No fue una caricia.
Ni siquiera fue un beso.
Fue la forma en que el la miró
mientras no decía nada.
Fue el silencio que no buscaba permiso,
solo confirmación.
Ahí,
en ese segundo de asimetría,
la mente titubeó.
El cuerpo, que esperaba agazapado,
reclamó su turno.
Ella quiso seguir pensando.
Pero algo en su pecho
empezó a hablar sin su aprobación.
Y por dentro,
una fisura:
pequeña,
caliente,
letal.
No era rendirse.
Era aceptar
que incluso las ideas más afiladas
pueden doblarse ante el temblor.
Ese día no se entregó.
Pero casi.
Y en ese \"casi\"
vivió más verdad
que en todos sus pensamientos previos.
Desde entonces,
sabe que el control es bello,
sí.
Pero también es frágil.
Y que hay placeres
que solo aparecen
cuando una parte de ella
se rinde sin querer.