Los charcos,
como espejos rotos del amanecer,
reposan helados en la calle sin nombre,
donde las baldosas tiemblan de frío
y el silencio se arrastra con pasos descalzos.
Una escarcha leve borda los bordes,
como si la noche hubiera bordado
con hilo blanco los sueños del suelo.
Un perro, flaco y sin prisa,
camina entre los charcos
como si buscara una ausencia.
Su aliento se pierde en la bruma
y sus patas dejan huellas que nadie sigue.
Hay dignidad en la quietud,
en el frío que no pide nada,
en el lomo que resiste el invierno
sin dueño y sin palabra.
Y el mundo —tan lejano allá afuera— no ve esta calle humilde,
ni sus charcos breves, ni este perro que,
sin saberlo, guarda la memoria del barrio.