Hubo un día —oscuro, silencioso—
en que me pregunté:
¿En qué momento dejé de ser yo?
Busqué entre recuerdos,
entre las versiones más felices de mí mismo,
como si la verdad solo viviera en la risa,
como si la tristeza no tuviera rostro propio.
Pero entonces, sin aviso, entendí:
Nunca me perdí.
Solo había desviado la mirada.
Mi reflejo seguía allí, esperando.
El “yo verdadero” no es una imagen del pasado.
Es lo que fluye, lo que cambia, lo que permanece.
Soy todos mis momentos —incluso los dolorosos,
incluso los que aún no comprendo.
Como el agua que se desborda
pero siempre encuentra el cauce,
yo también regreso a mí.
Y sí, la vida confunde.
Llena nuestros días de ruido,
de pantallas, de exigencias, de distracciones.
Nos hace creer que pensar en uno mismo
es un lujo que no podemos darnos.
Pero la tristeza, sin quererlo,
me trajo de vuelta al centro.
Me hizo mirar otra vez el espejo,
y reconocer a quien siempre estuvo ahí.
Ahora sé que mi reflejo es el presente,
la suma de todo lo vivido.
No algo perdido…
sino, lo que soy ahora:
consciente, imperfecto, real.
Y por eso,
gracias a la tristeza.