Un día cualquiera, o tal vez señalado,
el destino tejía su plan delicado.
Yo, con mi negocio, en la rutina y el vaivén,
y ella, asistente, sin saber el bien
que su mirada traía cada amanecer.
Nos cruzábamos siempre, al empezar la jornada,
y al cerrar la tarde, su silueta dorada
quedaba grabada en mi mente, sin querer.
Palabras surgieron, comenzó a florecer
una historia callada que pedía crecer.
Y fue un cinco de enero, lo llevo en el alma,
me invitó a una boda, con dulzura y calma.
Fui solo a mirarla, su risa, su andar,
aunque no me quedé, me atreví a arriesgar:
le robé tres besos, no pude esperar.
Sus labios, qué delicia, qué dulce sabor,
como el primer sorbo de un vino de amor.
Después vino el miedo, ella se alejaba,
pero yo, terco, diario la buscaba.
Insistía en sus ojos, y ella… se quedaba.
El tiempo tejía encuentros y salidas,
entre risas, charlas, y tardes compartidas.
Hasta que llegó aquel día tan claro:
cuatro de agosto, un recuerdo sagrado.
Nos unimos los dos, sin tiempo ni prisa,
con fuego en la piel, con amor en la brisa.
Toqué su cuerpo como quien toca el cielo,
acaricié su alma, sentí su anhelo.
Desde ese instante, mi mundo cambió:
su amor, su ternura, todo me envolvió.
Hoy aún la miro y el corazón me late,
mi hermosa mujer… mi eterno combate