Me fui.
Me he ido.
Me voy.
Con la creencia profunda
de cortar lazos con mi pasado,
con la tierra,
con la sangre,
con las raíces.
Hoy me dirigí a uno de los lugares
donde suelo ver el sol sin pretensiones,
hacer su ciclo que me deja a mí en oscuridad.
Mi banca,
la banca estaba ocupada.
Un hombre sonriente estaba allí sentado.
Le conocía, le conozco,
parece esperar,
parece esperarme.
Me senté a su lado,
y entonces vino a mi mente una niña
bajo de una mesa con su padre al lado sonriendo,
soy yo, es él, somos nosotros.
Padre ausente,
padre presente,
padre sonriente,
padre angustiado,
padre enojado,
padre y muerte.
Aquel hombre puso en mis manos
las últimas páginas de una historia,
una hija,
un padre ausente,
un reencuentro,
una muerte,
todo concluyendo en gratitud.
Te juzgué.
Dios sabe cuánto.
Te negué.
Me dolía ser tu hija.
Me avergonzaba tu sombra.
Hoy esa sombra es mi sombra.
Regresé, siempre volvemos.
Y tú regresaste también.
Sin ruido.
Porque lo que uno busca,
irónicamente,
también nos busca a nosotros.
Me diste tu sangre.
Me diste tu carne.
Tu presencia disfrazada de ausencia.
Me protegiste en silencio.
Curaste heridas sin que lo supiera.
Y me fui porque eso nunca lo vi.
A veces, irse es la única forma de volver.
A veces, solo viendo el jardín desde lejos
podemos contemplar
los girasoles gigantes
que una tierra puede retoñar.