Más allá de lo físico,
más allá de lo que el tacto puede envolver,
habita ese regalo secreto
que no tiene forma
pero pesa como el universo.
Está ahí,
sin moño,
sin papel,
pero con el pulso de mi corazón.
Está ahí:
mi amor,
mi vida entregada,
mi silencio que te nombra incluso cuando no hablo.
¿Por qué intentar comprimir algo tan vasto
en una sola cosa?
No ha sido difícil,
porque nunca fue una elección:
fui dando pedazos de mí
cada vez que sonreí contigo,
cada vez que elegí quedarme,
cada vez que mis ojos te buscaron
como quien reconoce su lugar en el mundo.
No es solo tiempo,
ni palabras,
ni gestos,
ni actos de servicio.
Es una promesa envuelta en memoria.
Es la suma de mis días contigo.
Es la forma en que el alma
se arrodilla y se ofrece sin temor a romperse.
Porque darte un regalo
fue darme yo.
Fue entregarte lo que fui,
lo que soy
y lo que seré,
aunque ya no esté.
Es una acumulación sagrada
que no se mide en objetos,
sino en presencia:
en cómo me recuerdas al despertar,
en cómo mi risa vive aún cuando no esté,
en cómo, de algún modo,
todavía te abrazo.
Y entonces,
cuando las palabras no alcancen,
cuando todo parezca poco,
recordarás que el regalo más grande
no se dice,
no se toca,
no se olvida.
Es ese que deletrea tu nombre
con cada latido.
Es ese que escribe \"te amo\"
en todo lo que no dije
pero viviste.
Y si alguna vez dudas,
mírate el pecho,
ahí donde a veces duele
y a veces se llena.
Ahí estoy yo.
Ese es mi regalo.