En el despertar sin propósito
cuando el día no canta, sino ahoga,
una luz apenas esbozada
te invita a abrir los ojos
aunque la mirada pese como tumba.
La ciudad respira ansiedad
Ecuador se despliega como un cuerpo en fiebre
con calles que no conducen
y promesas que sangran.
La necesidad de una voz real
resuena más alto que el tráfico,
más hondo que el silencio.
El amor —en todas sus formas—
se estrella contra el muro invisible
de la mente rota.
El fraternal, el romántico,
el familiar, el propio,
todos naufragan ante
la marea espesa de la depresión
el vértigo ácido de la ansiedad.
El mundo satisface sus urgencias
con cuerpos y lagrimas
y tú
te enfrentas a tus propias guerras
que también llevan carne
que también huelen a mar
Comprendes entonces
a aquellos que fueron decapitados por pensar
la náusea de Kafka
al ver que el cuerpo no responde al alma
la complicidad que Borges y Bioy hallaron
más fiel que cualquier abrazo de amante.
¿De verdad hace falta creer en la felicidad absoluta?
¿O se teme tanto
mirar lo roto sin apartar la vista
sin pretender curarlo?
Quizás la belleza
reside en las grietas,
en la sonrisa de la abuela que ya no recuerda
en el pan caliente que no espera
en el café que humea como si supiera tu nombre.
Quisiera perderme en un barco
como Noboa y Camaño,
olvidar la costa,
ser apenas viento.
Quisiera —como Benedetti—
encontrar a quien contarte entero
sin miedo, sin corte.
Y —como Borges supo al final—
comprender que no hacen falta
ochenta y cinco años
para saber que el instante
es todo lo que tienes.
Y si alguna vez sonríes
no será por alegría,
sino por la certeza de que,
aun sin cabeza,
sigues escribiendo.
Y eso
es un acto de fe
más real que cualquier Dios.