Odio ese tipo de chicas.
Las que te saludan y sin saberlo, cambian tu día.
Las que sonríen y no tienen idea del incendio que dejan atrás.
Las que dicen tu nombre y hacen que todo el mundo se calle por dentro.
Odio ese tipo de chicas porque no hacen nada malo…
pero igual terminan destruyéndote.
Y tú fuiste una de ellas.
Tú fuiste la única.
Pero lo que más odio lo que más me carcome
no es lo que fuiste.
Es todo lo que yo no fui.
Todo lo que me callé.
Todo lo que no tuve el valor de decir.
Te amé.
Y no por un mes.
No por una etapa.
Te amé durante años.
Años de verte pasar, de inventarme excusas para hablarte,
de fingir que me bastaba con tenerte cerca.
De tragarme las ganas.
De mentirme cada maldita noche.
“Todavía no”, “espera un poco más”, “no la arruines”.
Excusas.
Mentiras que me decía para no enfrentar el miedo más grande que tenía:
saber la verdad.
Y que la verdad fuera “no”.
Preferí imaginarte mía en mi cabeza,
a verte rechazarme en la vida real.
Preferí fantasear con tus abrazos,
que perder los saludos.
Preferí soñarte con mi piel,
antes que arriesgarme a tocarte y que te fueras para siempre.
Y ahora lo veo:
no fue tu culpa.
Fui yo.
Fui el cobarde que te convirtió en un altar,
que te endiosó sin darte oportunidad de ser humana.
Fui el que te deseó en secreto y te culpó en silencio.
El que vivía en su cabeza mientras tú seguías tu vida, sin saber lo que provocabas.
Me mató tu sonrisa.
Me dolió tu forma de ser amable.
Me destruyó no saber si alguna vez pensaste en mí como yo en ti.
Si alguna noche, aunque sea por un segundo,
tu mente se detuvo en mí como la mía lo hizo miles de veces contigo.
Y la verdad es que… probablemente no.
Probablemente ni sabías todo lo que me pasaba por dentro.
Y ahora, después de todo,
ni siquiera importa.
Porque mientras yo escribía novelas contigo en mi mente,
tú vivías en el mundo real.
Y yo no estuve ahí.
No tuve el valor de estar.
Por eso duele.
No por ti.
No porque fuiste cruel.
Sino porque fuiste todo lo que soñé
y yo no supe qué hacer con eso.
Nunca me perteneciste.
Nunca te tuve.
Pero igual me rompiste.
Y no por maldad, sino porque me atreví a sentirlo todo
y no hice nada.
Y eso es lo que más odio de esta historia:
no el final,
sino el silencio.
Mi silencio.
Y no sabes cuántas noches imaginé tu olor a vainilla en mis brazos,
tu cabello cayendo en mi pecho,
tus manos aferradas a mi espalda,
tu cuerpo tibio al lado del mío.
No sabes cuántas veces me dormí pensando que quizás solo quizás
si hubiese hablado,
hoy estarías aquí.
Con tu piel reflejando la luna,
llenando todos mis vacíos.
Pero no estás.
Nunca estuviste.
Y esa es toda la verdad.
Fui egoísta, sí.
Por quererte sin darte la opción de elegir.
Por odiarte en mi cabeza por algo que nunca fue tu culpa.
Por construirte como sueño y culparte por no cumplirlo.
Y sí, también fui estúpido.
Por preferir el miedo a la posibilidad.
Por dejar que pasaran años mientras me ahogaba en excusas.
Por no haber sido valiente ni siquiera una vez.
Te amé.
Y ahora ni siquiera sé si tenías idea.
Y aunque quisiera odiarte,
me odio más a mí.
Por todo lo que pude hacer, y no hice.
Por haber sido mi propio enemigo.
Por no haber sido suficiente ni siquiera para intentarlo.
Hoy el día brilla.
El mundo sigue.
La gente ríe.
Pero yo escribo esto,
y esta carta me corta.
Me corta porque es la verdad.
Porque ya no tengo a quién culpar.
Porque ya no queda nada más que aceptar lo que fui.
Lo que no hice.
Lo que no dije.
Y ahora te odio.
No porque hiciste algo malo.
Sino porque tu existencia fue más de lo que podía soportar.
Porque me mostraste lo que era posible,
y yo elegí el silencio.
Y duele.
Duele cada día.
Aunque nadie lo note.
Aunque yo me haga el fuerte.
Porque aunque el día brille,
esta carta mi cobardía escrita
me corta.
Esta es mi condena:
vivir sabiendo que el único responsable de no tenerte fui yo.
Y esta carta,
este derrumbe en palabras,
es lo único que me queda de ti.