Y entonces escribo esto,
como el drama —el drama que debe ser mi vida—
y que quizá es el drama de todos.
Justo cuando me vi subiendo a las constelaciones,
cuando por fin me sentí ligera,
una voz que amo me derribó.
No era la voz melódica y dulce,
sino aquella, grave y rasposa,
que gritó aquellas palabras antiguas,
esas que duelen en luna llena,
pero que enterré con mi nombre.
Aquel epitafio grabado
en mi tumba sin aún morir,
esa prosa que alguna vez creí:
Nunca escuché a nadie con tanta atención.
No porque lo creyera —esta vez no—,
sino porque sentí en lo profundo
que algo en mí la lastimaba.
Mi reflejo de retazos le dolía.
¿Más rota?
¿Más cocida?
¿Más entera?
No me interesa.
Solo vi a alguien
que me regalaba su verdad
como solo quien ama puede hacerlo:
con dolor.
Mientras buitres esperan,
hambrientos,
por desgarrar la carne
de una herida recién abierta.
Y entonces lloré.
Sola.
Porque otra vez,
otra vez me pasaba.
Cuánto me cuesta abrirme
al vuelo infinito
sin pensar que me voy a caer.
Pero ahí estaba,
caída de nuevo.
Tejiéndome.
No con retazos de otros,
sino con mi propia carne.
Y esta vez no por ego.
Esta vez, por amor.
Esta vez, por compasión
compasión a mí misma.