Primero, elegi una idea que no se diga en voz alta.
Algo leve,
pero capaz de incendiar si se sostiene demasiado tiempo.
No la toques.
No la nombres.
Solo deja que crezca
como crece una imagen en la oscuridad.
Después, pensá en su voz.
No en lo que dice,
sino en cómo lo diría
si supiera que estás desnuda en la mente.
No avances.
Detenete justo antes.
En el umbral.
Ahí donde los cuerpos tiemblan
aunque aún no se hayan acercado.
Si el pensamiento se vuelve deseo,
no lo reprimas.
Tampoco lo sigas.
Observalo.
Miralo girar sobre sí mismo
como un planeta herido.
Ahora, agregale una palabra suya.
Una cualquiera.
Una que pronunció sin intención.
Dejala vibrar.
Multiplicarse.
Eso es lo que exicita.
No él.
No vos.
Sino lo que ocurre entre lo que no se dijo
y lo que jamás se hará.
Pensar es su forma de tocarse.
Y hacerlo bien
es un arte.