liocardo

La Dama y El mar (relato)

 

 

 

 

Era sencilla. De un hogar humilde y por veces conflictivo. La cuarta entre nueve hermanos y hermanas. De un pequeño  pueblo perdido en el interior. Su infancia, pubertad, adolescencia y juventud transcurrió arrodillada, sin más compañía que un cubo de agua sucia y un estropajo donde limpiaba pisadas de barro o escupitajos sobre aquellos suelos de planchas de madera.

 

Siendo muy niña ya tenía callos en las rodillas y dolores articulares. Mientras, el padre recibía y atendía y agasajaba a marinos en la casa. Fue mercader, y por allí pasaban muchos hombres de negocios a vender el género.

 

No era guapa aunque era hermosa sin saberlo. Su padre y madre la despreciaban porque no podían venderla y nadie la quería en matrimonio. Así que seguía fregando pisos para ganarse el plato y la hogaza. Nunca era mirada con deseo ni con lascivia.

 

Pero ella oía, de aquellos comerciantes que hablaban del mar. Oh!, el mar. Soñaba dormida y despierta con el mar. Adoraba ser ignorada allí, en la taberna limpiando el suelo para ganarse unas monedas y pagar su existencia y se demoraba escuchando conversaciones de los viajeros que hablaban del mar.

 

Así transcurrió su vida, de rodillas, a ella no le importaba. De cada céntimo cobrado algo sisaba y lo escondía. Sus padres murieron y ella fregó aquellos suelos mortuorios con vómitos de adioses y otros espasmos desesperados y demás fluidos intempestivos.

 

Y se vendió la heredad. Lo que nadie jamás supo, ni el resto de sus hermanos es que ella, invisible e insignificante deshereda la compró con sus ahorros a través de un testaferro y ahora era la dueña de la hacienda y de los títulos.

 

Disimulaba sus callosidades entretelas y guantazos, cuando celebraba grandes banquetes para los viajeros, con mesas cubiertas de todas las delicias de los alrededores, y entre vinos y licores les pedía a los invitados que le hablaran del mar.

 

Esa masa de agua salada

veces calma y veces brava

y aquellos le relataban;

irisada en los turquesas

o en los verdes las mañanas

cuando el sol, tenue y discreto

aún no la iluminaba.

 

Ella soñaba, y pidió a un amante que la llevara. Alquiló coche de caballos, y un séquito digno de reina. Y arrogantes caballeros la custodiaban. En el camino entusiasmada por ver ese cúmulo de líquido como mágica aurora boreal que surge colorida desde los fondos. Soñó hasta su llegada como sería el gran verde, navegarlo, olerlo; esa agua prometida; la Jerusalem del pescador; del marinero.

 

Tres días estuvo en la costa disfrutando del encuentro. De regreso en la calesa sentía que algo le faltaba. No era el mar, ni sensaciones, era un vacío profundo. Llegó a casa, a su hacienda, su tez era de salitre, sus piernas de agua salada.

 

Se hizo realidad aquel sueño, aquellas leyendas mitológicas contadas por charlatanes…

 

Buscó el motivo de su vacío. En el comedor y en las cocinas, en los tendederos, en los patios, los jardines  y las piletas, ese hueco en su alma que no pudo sustituir. Y entendió que después de haber visto su sueño hecho realidad, ya no era un sueño ni una fantasía. Ya no tenía al mar en un ideal.

 

Comprendió de un golpe la desilusión y el desencanto.