Siempre supimos
que el mañana ya era demasiado tarde.
Lo nuestro nació de lo prohibido,
creció en lo negado,
se alimentó de lo imposible.
Y aun así,
todo lo que dijimos aquella noche
era tan cierto como irreversible.
Pero la verdad,
por más desnuda que se mostrara,
no justificaba el riesgo
de caminar juntos por la cornisa,
haciendo sangrar a quienes
llegaron antes
a ser parte de nuestras vidas.
Fue solo un instante.
Un parpadeo torcido en la ruta del deber,
un roce que abrió compuertas selladas
y nos arrojó al incendio.
Nos besamos como si el mundo no existiera,
como si ese cuarto ajeno
fuera el último refugio del alma.
No fue amor —fue vértigo y refugio,
un abismo disfrazado de consuelo,
una grieta que se tragó la cordura
y nos dejó temblando.
Desde entonces,
aunque nadie lo diga,
llevamos el corazón mordido por dentro,
las miradas llenas de fantasmas,
y una culpa que se acuesta con nosotros
cada noche.
Porque fue un desliz, sí...
pero nos condenó
a arrepentirnos
toda la vida.