Un lirio carmesí, sin pudor,
me invita a pecar,
a rozar su centro tibio,
a descender por su tallo ardiente,
palpando cada espina
como un amante experto en lo imposible.
Rojas. Peligrosas.
Así se volvieron
desde el día en que las arranqué,
para adorarlas en secreto,
como diosas frágiles
a las que mi deseo da vida.
No las riego con agua,
las incendio con fuego.
Arden bajo mi lengua,
y el perfume de su savia
me desarma.
Quiero beberte,
lamer la humedad de tu tierra,
saborear el rocío que gime
sobre tu piel sagrada.
Gemidos que se ocultan
entre pétalos abiertos,
entre sombras que tiemblan
con el roce de mis dedos.
Déjame sembrarte en la noche,
enterrar mi carne en tu abismo,
hasta que germinen frutos rojos
y el jardín se inunde de lujuria.
Nos fundimos en un orgasmo brutal,
esporas de aroma salvaje,
ese olor inconfundible
del único lirio donde quiero amanecer,
envuelto, rendido,
con la boca ardiendo en tu centro.
Sembrarte valió la pena:
creciste,
de flor pálida a carne encendida,
de suspiro tímido a grito de fuego.
Ahora eres mi jardín,
mi carmesí eterno,
y yo,
un hombre perdido en tu raíz.
-S.S