En el jardín del tiempo hay un árbol,
el mío, con raíces profundas en la entrega,
y ramas marcadas por los vientos
de triunfos y batallas.
Fui hija primero,
con el alma rendida al amor de mis padres,
guardiana de sus días,
escudo de su vejez.
Luego fui madre,
y ahí florecí con espinas y rosas,
nutriendo con mi pecho
a un hijo que aún es mi sol.
Hoy, abuela, abrazo generaciones con ternura nueva,
y en esos ojitos veo el eco
de mi eternidad.
Hermana, mujer,
columna en casas que no siempre fueron mías,
sirviendo sin tregua,
cargando silencios,
regalando sonrisas como envoltorio
a una vida que a veces quema por dentro.
Me he buscado en cada espejo,
en cada esquina del alma,
pero aún no me encuentro del todo.
Mi reflejo cambia,
como la luna en el río,
y a veces soy sombra,
otras, estrella fugaz.
Respiro, sí,
pero a paso corto y ritmo acelerado,
como quien corre sin saber
si va huyendo o llegando.
Amo la vida —
¡cómo la amo! —
con una pasión que arde
en cada abrazo,
en cada lágrima escondida.
Mis personas favoritas son mi oxígeno,
pero también son mi ancla.
Tengo inquietudes
que laten como tambor en la noche,
angustias que me muerden los pensamientos,
y miedos vestidos de silencio.
Pero sonrío.
¡Claro que sonrío!
Porque sé que la vida se mira mejor
si la envuelves en luz,
aunque por dentro me habite
una galaxia entera de emociones.
Este árbol no es perfecto,
pero sigue de pie.
Con hojas que caen
y otras que brotan.
Con cicatrices en el tronco
y savia que aún canta.
Este es mi árbol.
Mi vida.
Y aunque el viento intente
doblar mis ramas,
yo sigo creciendo
hacia adentro
y hacia el cielo.