Opresión del pueblo
Lluvia de flores caen
sobre los techos vencidos,
flotando sobre el río de lágrimas
del pueblo.
Y ellos, supuestos dirigentes —
los que visten trajes de plomo,
con rostros de hierro pulido —
cargan con las llaves
del cielo y del infierno,
cerrando puertas,
abriendo sepulcros.
Sus voces son decretos,
sus promesas, cenizas.
Y el aire huele a discursos gastados
bajo un sol sin justicia.
—Mientras tanto el pueblo,
con el hambre pegada a los huesos,
con la piel curtida de espera—
remienda sus sueños rotos
con hilos de resignación.
Camina sobre calles de polvo,
bajo un cielo que nunca responde.
El pan se raciona en susurros,
y la verdad se trafica en sombras.
Bocas selladas por miedo,
miradas que olvidaron el brillo.
Madres que abrazan a sus hijos
como si el calor de sus cuerpos pudiera
ahuyentar el frío de la historia.
Las campanas se escuchan en la distancia,
pero no anuncian festines:
solo avisan más nombres
para la lista del olvido.
Y la lluvia…
esa que todos esperan,
no es más que un murmullo lejano.
Solo caen flores marchitas,
testigos mudos de un pueblo
que aún espera
un amanecer sin cadenas.
El alma de un pueblo
no se rinde en silencio.
— L.T.