La cama no ha cambiado.
Pero ya no pertenece a nadie.
Ella duerme donde antes él.
Por inercia.
Por castigo.
Por costumbre de llenar los vacíos con actos simples.
El lado izquierdo es suyo ahora,
pero no lo siente.
Es una geografía prestada,
una frontera sin historia.
A veces despierta sin saber
si está sola o simplemente
nadie la está tocando.
El cuerpo, incluso dormido,
tiene memoria.
Y el suyo —fiel traidor—
aún espera ese roce breve
en la espalda
antes del sueño.
No hay aroma.
No hay voz.
Solo el peso específico
de una ausencia que aprendió a hacerse cama.
Ella no lo extraña como se extraña a alguien.
Lo extraña como se extraña el hábito de ser mirada,
la rutina de tener a quién decirle \"duerme\",
aunque el ya estuviera dormido.
Ahora el sueño no descansa.
Ronda.
Llega y se va.
Como él.
Y ella, que no quiere dormir sola,
aprendió a acostarse con la ausencia
y a llamarla por su nombre
cada noche.