El Corbán

LA BENDICIÓN EN EL ADIÓS

Recuerdo aquel día de albor taciturno,

cuando hube de alzarme del nido ancestral,

salí con la sangre vibrando en su turno,

buscando un futuro de incierto cristal.

Mi madre, en la puerta, con gesto nocturno,

me ungía en el alma su amor inmortal.

 

Sus manos temblaban, su voz bendecía,

su pecho era un templo de antigua oración,

y yo, peregrino de absurda porfía,

huía del nido, del blando rincón.

Mas quedó su estampa, su luz, su agonía,

tallada en mi pecho como una canción.

 

Partí sin retorno, sin fecha, sin calma,

mas dentro del alma su rostro guardé,

sus ojos vidriosos aún lloran mi palma,

su anhelo de verme jamás lo olvidé.

Mi madre me llama sin voz, con el alma,

y yo, que la escucho... no sé si podré.

 

La vida es verduga, no tiene clemencia,

no cambia sus leyes por un corazón,

y ella, que me espera con fiel penitencia,

se abraza a los sueños de una redención.

Anhela a mis hijos, su estirpe, su esencia,

mas todo la niega... menos mi emoción.

 

A veces despierto con llanto en la frente,

la veo en la sombra, la escucho en mi andar,

quisiera volver, mas el tiempo es doliente,

y no sé si alcance mi pena a sanar.

La llevo en el pecho, mi eterna viviente,

mi madre, mi origen, mi todo, mi hogar.

 

Perdóname, madre, por tanta distancia,

por darte promesas que el viento llevó,

yo sé que tu entraña reclama mi estancia,

que el llanto en tus ojos jamás se secó.

Mas vive en mi pecho tu eterna fragancia,

y a veces no vuelvo… porque me rompió.