Vos sabés cómo es esto,
solo que a veces
es más fácil hacernos distraídos.
Es que, para este armario de penas
y estas hebras rotas,
los espejos de nuestros ojos
bastan
para reconocernos.
Unas veces nos delata la mirada,
esa que trae marcadas
huellas de angustia
sobre la superficie tibia
y empañada;
y otras, puede que sea ese olor
a melancolía:
olor a lluvia de invierno
y un pedacito de sol
que apenas acompaña.
Y sí,
en la niebla siempre nos golpea el frío,
y buscás refugio
a medio paso,
a medias palabras.
Al final de todo,
uno está aquí,
no para quitarte esa pena congelada,
sino para dejar que esta tristeza,
al ser de a dos,
algo se nos condense
y algo se nos escurra.
Y es curioso,
porque esa gota que se forma,
esa que titubea y se desliza,
va dejando un surco
limpio y transparente.
Suficiente para ver nuestros ojos
reconociéndonos
entre ese pasadizo labrado.
Y eso, es lo que nos queda:
algo que se parece más
a una esperanza,
que aquello
que llaman amor.