Los relojes no avanzan aquí
por Wcelogan
\"Y vi un fuego salir de la boca del cordero.\"
En la tierra de los que no olvidan,
las lápidas tienen ojos
y las piedras repiten nombres
aunque nadie los escuche.
El pan sabe a sangre vieja,
y las biblias duermen abiertas
en el Salmo donde Dios calló por última vez.
No olvidamos.
No al niño bajo los escombros.
Ni a la madre con las ubres secas.
Ni al anciano que cambió la patria
por un código QR y una promesa vacía.
Sabemos quién arrojó el fósforo.
Sabemos cuándo se sembró la ceniza
y qué discursos olían a pólvora
antes de arder en las cúpulas doradas.
Yo también soñé con relojes que no marcaban nada,
y desperté con el nombre de mi abuelo
pegado al paladar.
En la tierra de los que no olvidan,
las plazas están llenas de voces sin garganta,
de cruces sin Cristo,
de pueblos arrancados como dientes de leche
en una boca extranjera.
Los gobernantes beben de cálices resquebrajados
y brindan por el mercado,
mientras un mendigo se bebe su sombra
para no morir tan lleno.
Aquí no creemos en el futuro.
El futuro fue Hiroshima.
Fue Gaza.
Fue Auschwitz.
Fue cada frontera electrificada
donde el hambre se viste de ilegal.
Y nadie dijo nada.
Solo el polvo respondió.
Y el cielo no baja.
El cielo solo observa.
Como un dios que olvidó cómo llorar.
En esta tierra,
los relojes se niegan a avanzar,
como si el tiempo también cargara su duelo
y su complicidad.
Y aún así,
alguien prepara un poco de sopa.
Y alguien pronuncia el nombre del hijo
con un temblor casi sagrado.
Ese es nuestro milagro:
recordar.
Aunque la Historia nos escupa en la cara
y el holocausto venidero
ya esté escrito en las balas
que hoy llevan fecha de entrega.
Y el fuego del cordero aún arde,
en cada nombre que no se olvida.
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El viaje de la muerte
por Wcelogan
La muerte no llega.
Llama.
Una vez al día.
Siempre a la misma hora.
El teléfono suena con ese timbre
que recuerda a los domingos sin misa
y al pan que nadie parte.
Pregunta por mamá.
O por alguien que se fue por cigarrillos.
A veces deja mensajes,
como migas en el camino:
un número oculto,
una respiración,
un silencio que huele a cera derretida.
La muerte no corre.
Viaja en trenes que nadie ve,
con una maleta de tela oscura
y nombres bordados en voz baja.
Y nosotros, tranquilos,
como si no oyéramos la campana
que suena dentro del móvil
cuando todo está en silencio.
Tiene voz de mujer cansada.
Dice:
“Ya casi llego.”
Y nosotros ponemos la tetera,
limpiamos el polvo de los marcos.
Doblan campanas en la pantalla.
A veces se sienta en la escalera,
donde dejamos los zapatos mojados.
No llama al timbre.
No rompe nada.
Solo espera.
Con aliento tibio
y uñas limpias.
Escucha las conversaciones
a través de los vasos.
No siempre tiene prisa.
A veces se queda en los rincones,
oliendo la ropa tendida.
Le gusta el ajo frito,
el sudor en las sábanas,
la foto donde nadie sonreía del todo.
Se le escapa una lágrima
al vernos dormir con la boca abierta
y el alma envuelta en mantas baratas.
Nos acaricia el cabello,
como quien va a despedirse
pero no se atreve.
Y entonces,
cuando creemos que ha vuelto a marcharse,
suena el móvil.
Sin número.
Sin vibración.
Y la voz —la nuestra—
susurra:
“Sí. Ya estoy listo.”