Me volví un óleo sin marco,
una pincelada que no cuajó en tu museo.
Te fuiste con otra paleta, más suave,
más dócil en tu trazo,
dejándome los pinceles rotos
y un atardecer sin mezclar.
Quise arrancarle los pétalos a su jardín,
deshojarla como un girasol rendido,
pero mis manos, manchadas de celos,
se niegan a arrancar lo que no es maleza.
No es su culpa florecer donde yo fui invierno.
A veces la odio, y me odio por odiarla,
y la odio más porque no puedo sostener ese odio.
Es como untar acuarelas sobre agua turbia:
se disuelven mis resentimientos,
se emborronan mis contornos.
Te miro a través de un cristal empañado
y cada recuerdo tuyo me traza grietas nuevas.
Soy un mural inconcluso,
un jarrón sin flores,
la galería vacía donde cuelga tu retrato
junto al de ella: intactos, perfectos,
ajenos a mis dedos de carbón.
Si pudiera arrancarme este lienzo,
lo quemaría con todos mis “por qué”.
Pero no puedo.
Me miro, manchada de colores que no son míos,
y aún así te nombro,
y aún así la nombro,
y rezo en silencio
por no volver a mancharla con mi sombra.