He comenzado a escribir
después de darle la mano a un obrero.
Desde su palma,
el sudor se hizo tinta en mis dedos.
Ahora las palabras no dejan de sudar:
van de un andamio a otro,
como buscando refugio
ante el agobiante calor.
Siguen sus pasos.
Se arrastran por su memoria.
Ahora las palabras se rebelan:
no quieren ser distraídas
por la mulata
que anoche dejó sus piernas
en la ebriedad del olvido.
Se han doblado
por el sabor amargo
de los niños sin razones para el recreo,
y por esa cicatriz que el tiempo
le dejó al techo del bohío
- casi cayendo,
como su esperanza.
He querido escribir un poema.
Pero las palabras - esas herramientas del alma -
no saben qué hacer
cuando la vida no cabe
en ningún signo.