Yo tenía —creo— seis años
y mi mente volaba por los árboles.
Mis pies eran ligeros,
y mis hombros no necesitaban más fortaleza que para cargar mis zapatos.
Yo creía que el sol salía del mar
o de las montañas de mi pueblo,
y que las nubes las formaban los trenes.
No conocía la desgracia,
la traición,
el hambre
ni el frío.
Mi abrigo no era fino,
pero era mío,
un regalo de mis padres,
quienes ofrendaron su vida
para alejarme del frío, del hambre…
y yo aún no lo entendía.
De pronto, el sol enrojeció,
y el frío me despertó.
Estaba soñando.