Bueno, normalmente
ya es de noche a esta hora,
pero quizás hoy el tiempo
se levantó de buen humor,
pues el cielo todavía brilla
entre tantos nubarrones.
Ahora que estoy parado
en el colectivo, veo que
mis piernas no tiemblan,
mi boca no está pegada
y mis ojos no se asustan
cuando ven cualquier cosa.
Me siento realmente bien,
y la verdad es que no sé
porque razón exactamente.
Quizás porque, entre tantas
noches de insomnio, mate
y amaneceres impuntuales,
me harté de ponerme un traje
que ya no me queda como
cuando era un chico superfluo.
Se volvió algo muy doloroso
el llevar una máscara cada que
salgo a la calle o vuelvo a casa.
Ya no quiero ser esa persona
cínica, sarcástica y masoquista
que desprecia todo lo que ve.
A veces quiero ser la persona
depresiva, aburrida y pesimista
que no intenta destilar nada,
porque quizás en el fondo,
simplemente es así como soy,
y ya me cansé de ocultarlo.
Paradójicamente, me siento bien
ahora que veo que nadie
es absolutamente perfecto.
Ni siquiera vos, que al principio
me parecías tan celestial,
regia y fuera de mi alcance,
y ahora te siento tan terrenal,
tan cercana a mí de alguna
extraña y estúpida manera.
Creo que por fin puedo
pensar plenamente en vos
y en todo lo que nos rodea,
sin necesidad de quemarme
el cerebro y congelarme todos
los huesos de mi cuerpo.
Me siento contento y a la vez
extraño en este traje, pues nunca
imaginé que iba a encontrar
infinita calma en el eterno dolor.
La verdad no tengo nada
que envidiarte, dulce vampira,
ni siquiera esos ojos verdes o
esa sonrisa tan juguetona
que ponés cuando hablás
y que escucho como si fueran
susurros directos al oído.