Rosendo Ruiz

Dulce vampira

Bueno, normalmente 

ya es de noche a esta hora,

pero quizás hoy el tiempo

se levantó de buen humor,

pues el cielo todavía brilla

entre tantos nubarrones.

 

Ahora que estoy parado

en el colectivo, veo que

mis piernas no tiemblan,

mi boca no está pegada

y mis ojos no se asustan

cuando ven cualquier cosa.

 

Me siento realmente bien,

y la verdad es que no sé

porque razón exactamente.

 

Quizás porque, entre tantas

noches de insomnio, mate

y amaneceres impuntuales,

me harté de ponerme un traje 

que ya no me queda como

cuando era un chico superfluo.

 

Se volvió algo muy doloroso

el llevar una máscara cada que

salgo a la calle o vuelvo a casa.

Ya no quiero ser esa persona

cínica, sarcástica y masoquista

que desprecia todo lo que ve.

 

A veces quiero ser la persona

depresiva, aburrida y pesimista

que no intenta destilar nada,

porque quizás en el fondo,

simplemente es así como soy,

y ya me cansé de ocultarlo.

 

Paradójicamente, me siento bien

ahora que veo que nadie

es absolutamente perfecto.

 

Ni siquiera vos, que al principio

me parecías tan celestial,

regia y fuera de mi alcance,

y ahora te siento tan terrenal,

tan cercana a mí de alguna

extraña y estúpida manera.

 

Creo que por fin puedo 

pensar plenamente en vos

y en todo lo que nos rodea,

sin necesidad de quemarme

el cerebro y congelarme todos 

los huesos de mi cuerpo.

 

Me siento contento y a la vez 

extraño en este traje, pues nunca

imaginé que iba a encontrar

infinita calma en el eterno dolor.

 

La verdad no tengo nada 

que envidiarte, dulce vampira,

ni siquiera esos ojos verdes o

esa sonrisa tan juguetona

que ponés cuando hablás 

y que escucho como si fueran

susurros directos al oído.