No dijimos que no, dijimos: “ahora.”
Y el ahora duró lo que un latido.
Tu cuerpo fue la patria de mis manos,
y el mío fue pecado consentido.
No hubo culpa… tan solo reverencia.
Dos dioses sin altar, sin perdonarse.
Ni promesas ni frases decoradas,
tan solo piel que hablaba lo que ardía.
Nos fuimos sin volver a despedirnos.
Volvimos a la vida que no quema.
Pero quedó en la sombra ese pasaje:
un paraíso abierto por instinto.
Te olvidé de palabra, no de cuerpo.
Te enterré, pero ardes bajo el pecho.
Fuimos error, pero uno necesario.
Hay placeres que el alma no renuncia.