Me tenía confundida,
ese porte varonil, excelso,
seguro, me recordaba mu
cho la regla que la seño
de gramática exhibía
a fin de intimidar al que
osase equivocarse, y no solía
sonreir, le costaba hasta el pun
to de venirme a la cabeza eso
que de pequeña oía por la calle,
eso de que un hombre debe ser
impertérrito como un trozo
de mármol envolviendo un fére
tro, que la debilidad bendita
que nos caracteriza como seres
que vivimos no se sienta, que
para ligar, para gustar a las mu
jeres hay que ser enhiesto como
lo fue Odiseo frente a las sirenas
—qué lejos de la realidad estaban—,
y a mí que tanto me excitaba el lloro
de un hombre, el constatar que tanto
macherío es solo una careta para o
cultar un mar de vulnerabilidad.
Me tuvo, y durante mucho tiempo,
hasta que un día, café de por medio,
me confesó su homosexualidad.
Desde entonces no me fío un pelo...