Ailén vivía en la colina del viento,
donde los árboles contaban secretos
y el cielo amanecía siempre distinto.
Era una muchacha de silencios largos
y ojos que parecían haber visto mil vidas.
Elías, en cambio,
vivía del otro lado del río,
en la aldea de los relojes rotos,
donde todos corrían sin saber a dónde.
Ella miraba la luna y pensaba en el amor.
Él miraba el suelo y pensaba en la soledad.
Una tarde —ni triste ni feliz—
el viento se cansó del mundo
y sopló más fuerte que nunca.
Ailén voló con sus pensamientos
y fue a caer justo frente a él.
—¿Quién eres? —preguntó Elías.
—Una pregunta que aún no sé responder —dijo ella—.
Pero si te quedás, tal vez lo descubramos juntos.
Desde ese día,
los dos aprendieron a leer el alma del otro
como quien aprende un idioma perdido.
Él le enseñó que el dolor no es un castigo,
sino una puerta.
Ella le mostró que el amor
no siempre se grita,
a veces se susurra con gestos
que solo el corazón escucha.
No tuvieron un “para siempre” perfecto.
Discutieron, callaron, temblaron.
Pero cada noche,
Elías le decía:
—Si me olvido de quién soy, recordame con tus abrazos.
Y Ailén respondía:
—Si algún día me rompo,
que tu voz me repare.
Y así vivieron.
No como cuentos de hadas,
sino como almas de verdad.
Con cicatrices, con promesas,
con todo lo que hace que el amor…
valga la pena.