Se filtra un haz de sol sobre mi rostro.
Despierto. Sin embargo sigo inmóvil.
Me quedo unos instantes observando
el techo, las paredes… Hay un par
de arañas que me miran y pretenden
saber si he descubierto que retozan,
alegres, por mi cuerpo mientras duermo.
¡Cobardes! No sostienen la mirada
y corren a esconderse entre las grietas.
Consigo levantarme. Ya de pie
me acerco a la ventana; un grillo salta
de forma intempestiva hacia la calle.
Ahí, cual transeúnte, la rutina
(que cambia de ropajes los domingos)
avanza, camuflada de solaz,
después de pasearse por mi cuarto
haciendo los ajustes al libreto.
Camino con pereza hacia la ducha
en donde, sin control, dejo caer
el agua fría sobre mi cabeza;
tratando de evadir mis soliloquios
(mil veces repetidos) que ya cansan,
pues suelen acabar como clichés
(que fingen ser graffiti) en mis paredes.
(Con ellos un poeta escribiría
metáforas de hastío y soledad).
Y mientras bebo a sorbos el café
contemplo las señales de abandono;
el cesto de la ropa que desborda
y trastes (esperando) bajo el grifo…
A pasos de la puerta me detengo.
Al ver que se ha acabado mi loción
sonrío con sarcasmo, pues la vida
intenta convencerme que golpea
mi cotidianidad. (Cuando tan sólo
practica una vez más su viejo truco).
¿Acaso es que la vida… (ya cansada
de diseñar destinos) copia y pega…
cambiando solamente unos detalles?
Que, siendo franco (a veces) no distingo
y entonces, la etiqueto de rutina.
Tal vez debo aceptar, sin aspavientos...
Quizás debo aceptar que para hacer
distinto este domingo sólo bastan…
el grillo, las arañas, sin faltar…
el frasco (ya vacío) de mi Azzaro.