Conozco a varios
que cuando ven a un águila
dicen con sorpresa:
“¡Ah, una paloma… pero qué extraña paloma!”
Entonces le arrancan las plumas,
despuntan las garras,
le rompen el grito en el pico
como quien ajusta un cuadro
que no encaja en el salón.
—“Ahora sí —declaran satisfechos—
se parece más a una paloma.”
El águila, aún viva,
contempla sus restos con ojos que ya no vuelan.
Sus alas, plegadas como culpa.
Yo también bajé la mirada
cuando le quebraron las alas,
cuando dijeron que el cielo
es solo para los que no asustan.
El águila es una herejía con alas,
y eso basta para hacerla culpable.
Pero nadie quiere ver
que toda paloma perfecta
es solo un cadáver disfrazado,
una estatua domesticada
para que no moleste al paisaje.