Era temprano. Al principio, el sol brillaba con una calma tenue. Pero media hora después, las nubes tomaron el cielo sin alarde, y yo me quedé frente a la ventana.
Y entonces, empezó a llover.
No era una lluvia fuerte ni feroz. Era una de esas lluvias, digamos, honestas. Me quedé ahí, inmóvil, viendo cómo mojaba las baldosas, los techos, y a un hombre que pasaba en bicicleta, apurado, ignorando que mojarse también es una forma de estar vivo.
La mañana se entregaba, y yo, en silencio, me entregaba con ella.
Las gotas golpeaban el vidrio con una música leve. Algunas quedaban suspendidas, como si dudaran; otras se deslizaban sin resistencia. Todas eran distintas. Todas hermosas.
Vi mi auto estacionado, sucio, olvidado por semanas. Y entonces pensé: la lluvia lo limpia. No le exige explicaciones. No le dice “estás mal”. No le pregunta por qué tiene que limpiarlo. Solo lo limpia. Y ahí, en ese gesto, comprendí algo. Algo simple, pero profundamente cierto.
La lluvia no juzga. Hace lo que tiene que hacer. Y ya.
Salí. No había necesidad. No tenía un motivo. Pero salí igual. Sin paraguas. Solo con la certeza de que debía hacerlo.
Y cuando la lluvia me tocó, fue como si una voz sin forma me dijera: estás vivo hombre. Y eso basta.
Me quedé ahí, quieto, bajo el agua, dejando que hiciera conmigo lo que quisiera. Sin defensa. Solo respirando.
Y cuando vuelve a llover, voy a mi jardín. No corro para esconderme. Solo me dejo mojar. Solo siento. Solo vivo.
Y por un instante, breve pero real, todo parece tener sentido. Porque lo siento así. Porque mi cuerpo lo sabe antes que mis palabras.
Y pienso: los que no miran, los que no se detienen, los que no se dejan tocar por lo que parece insignificante… siguen dormidos.
Yo no.
Yo estoy aquí.
Despierto.
Mojado.
Pero Vivo.