Catalina Labbé

El Juzgado

 

Mientras me inundo de interrogativas mentales,

me siento rodeada de cámaras que me impiden entrar a la corte,

los flashes me ciegan

y de pronto me estoy sentando en el estrado.

 

Si hago algo, ¡10 años de sentirme culpable!

Si no lo hago, ¡10 años de avergonzarme de mí misma!

Y si me quedo estática,

todos los presentes en la audiencia me observan con cautela,

mientras intento tragar el nudo en mi garganta.

 

Vuelvo a la realidad y la condena es torturarme por mis decisiones.

Busco a un abogado que le diga a la de toga:

“¡Objeción señoría! Ella no tiene malas intenciones.”

 

Y por cada acción que cometa,

habrá un juicio en mi contra.

El tribunal está presente en mi cabeza,

con funcionarios que nunca descansan.

 

Y quiero dejar de sentirme una víctima,

porque siempre hay una condena.

Y el mallete suena en mi cerebro,

cada vez que termino de hablar.

¿Cuándo llega la defensa?

Es que creo que voy a llorar.

 

“Según el código penal, artículo tal:

el no abrazar a alguien, querer irte de un lugar y defenderte,

te hacen alguien muy malo, que ahora debe pagar”.

 

Me levanto y tomo mis cosas.

Ya no quiero más.

Miro a la jueza a los ojos

y descubro que soy yo,

plagada de inseguridad.

 

Le doy un abrazo y todos en la corte se extrañan.

Miro a la jueza y le digo:

“Solo somos culpables de no creer más en nosotras mismas y de esperar alcanzar la imposible perfección”

“Todos pueden equivocarse… y no somos la excepción”

Me dice la jueza sacándose su toga,

mientras llora y pide perdón.