Mientras me inundo de interrogativas mentales,
me siento rodeada de cámaras que me impiden entrar a la corte,
los flashes me ciegan
y de pronto me estoy sentando en el estrado.
Si hago algo, ¡10 años de sentirme culpable!
Si no lo hago, ¡10 años de avergonzarme de mí misma!
Y si me quedo estática,
todos los presentes en la audiencia me observan con cautela,
mientras intento tragar el nudo en mi garganta.
Vuelvo a la realidad y la condena es torturarme por mis decisiones.
Busco a un abogado que le diga a la de toga:
“¡Objeción señoría! Ella no tiene malas intenciones.”
Y por cada acción que cometa,
habrá un juicio en mi contra.
El tribunal está presente en mi cabeza,
con funcionarios que nunca descansan.
Y quiero dejar de sentirme una víctima,
porque siempre hay una condena.
Y el mallete suena en mi cerebro,
cada vez que termino de hablar.
¿Cuándo llega la defensa?
Es que creo que voy a llorar.
“Según el código penal, artículo tal:
el no abrazar a alguien, querer irte de un lugar y defenderte,
te hacen alguien muy malo, que ahora debe pagar”.
Me levanto y tomo mis cosas.
Ya no quiero más.
Miro a la jueza a los ojos
y descubro que soy yo,
plagada de inseguridad.
Le doy un abrazo y todos en la corte se extrañan.
Miro a la jueza y le digo:
“Solo somos culpables de no creer más en nosotras mismas y de esperar alcanzar la imposible perfección”
“Todos pueden equivocarse… y no somos la excepción”
Me dice la jueza sacándose su toga,
mientras llora y pide perdón.