¡Sí, mujer, estás hermosa!
Sos la más linda y preciosa,
diosa para esta gente,
y más para mi corazón y mente.
Desde que estamos juntos,
no pienso en otra cosa majestuosa.
Noche y día, en todos mis asuntos,
tu cara, tu pelo y risa contagiosa.
Llegaste en el momento justo,
apareciste de entre un arbusto.
Me llevé de repente un gran susto.
Cuando me dijiste : “Mucho gusto”.
Te miré bien y no lo podía creer,
estaba solo en aquel atardecer,
caminando por nuestro bosque,
con ansias de un ángel conocer.
Te reíste, diste vuelta y seguiste.
Pregunté: “¿Continuarías conmigo?”
Dijiste que no buscabas un amigo,
y contesté: “Como sombra, te sigo”.
Si me hubiera quedado y rendido,
te habría rápidamente perdido.
Fui divertido y hasta reiterativo,
y me convertí en tu superlativo.
Charlamos un par de horas;
Pensé, con poco ya me enamoras.
Te acompañé feliz a tu casa,
sabiendo que algo acá pasa.
Nos despedimos con un beso,
jóvenes miradas, silencios y eso.
Sentimos que era el comienzo
de un amor y cariño intenso.
El resto es historia —novela haría—.
Nos volvimos a ver al otro día.
La velada exacta, tal como quería:
eras mi mujer, y Dios lo confirmaría.
Compartimos muchas alegrías:
familia, hijos, fiestas y compañías.
Si quisiéramos expresarnos,
necesitaríamos componer sinfonías.
Me preguntaste si aún estás guapa.
Lo que uses, brillás: sos de tapa.
Tu pícara gracia y silueta te delata,
y mi ser entero seduce y atrapa.
Las primaveras cálidas pasaron,
y muchas flores marchitaron.
Nos unió a ambos esa ternura,
y supimos superar alguna amargura.
Después de casi treinta años,
te sigo queriendo y amando,
a tu lado, mimando y elogiando,
y a tu belleza contemplando…
Y si la vida nos regala más días,
seguiré escribiéndote poesías.
Porque casarnos no fue un destino,
fue elegirte, siempre, en mi camino.