Disculpa si te digo mi deseo en frases sucias,
pero así hablo cuando el cuerpo arde
y ya no quiero entenderme.
No hay día en que no piense, por poco que dure,
lo que tu vida significa para la mía:
un abismo con voz de profesora,
una clase privada sobre cómo perder la dignidad
sin perder el deseo.
Tus gestos:
ese modo de apartarte el cabello,
de escupir verdades disfrazadas de filosofía barata,
me enseñaron más que cualquier libro.
Ayer puse en práctica tu lección sobre la libertad:
me dejé ir, me fui,
y aun así, seguí oliendo a ti
en cada mujer que no eras tú.
No te culpo.
Yo fui el que se arrastró hasta tu puerta
como un animal sagrado
buscando redención en tu jadeo.
Yo fui el que creyó que podías salvarme.
El que confundió tu risa
con una promesa de eternidad.
Me mostraste el amor como una enfermedad sin cura,
como un sacrificio sin altar.
Y ahora duermo solo,
abrazando el hueco exacto
donde alguna vez creí que me amabas,
porque en esa grieta descubrí, al fin,
que amar es devorarse solo.