¿Algo te duele?
No.
Algo te debe doler.
No.
¿Entonces cómo te muestro mi poder para curarte
si no sangras por dentro?
Te observo:
cada gesto es un desliz,
una grieta por donde se escapa tu silencio,
y yo —mendigo con traje de amante—
recojo lo que cae.
Tu cuerpo:
plato sucio
en el que aún se huelen los restos
de otras hambres.
No soy tu salvador.
Soy el perro que lame
la cicatriz que no se abre,
el que desea no tu belleza,
sino el secreto que escondes en tus fisuras.
Hay calles que se parecen a ti:
calladas,
llenas de grafitis que nadie entiende,
pero que igual se desean con furia.
Y aunque digas que no te duele nada,
cada roce tuyo me da sed,
como si besaras con sal los bordes de mi herida.
Yo no quiero salvarte.
Quiero que duela.
Que me duelas.
Quiero masticarte el grito,
ese que no sale
porque aprendiste a sonreír con la boca cerrada.
Al final,
ni tú ni yo somos sanos.
Solo dos cuerpos
que se reconocen por el modo en que se desgastan
en vez de curarse.
Yo te amo,
como se ama lo que se escapa,
como se ama un filo:
no por lo que corta,
sino por cómo brilla justo antes
de herir.