Amante de eternos veranos,
cálidos —como tú—,
incontables como las veces que volví a ti
sabiendo que algo en mí se quebraba.
Si alguien,
tras hacerme una radiografía,
tuviera ojos no solo para la carne
sino para el temblor,
vería los nudos que se tejen dentro,
una guerra muda entre deseo y vergüenza,
entre la esperanza y esa forma elegante del vacío
que dejas al marcharte.
En medio de interminables supercherías,
una araña —diminuta, tenaz—
teje un hilo invisible.
No es red ni trampa:
es el puente donde se cruzan
la verdad desnuda
y el discurso del placer.
Ese hilo me atraviesa,
va de la garganta al pecho,
del sexo a la conciencia.
Tiembla con cada palabra que no digo,
con cada noche donde el silencio es cómplice
y tú, sin saberlo,
me observas desde una orilla que nunca piso.
No hay reposo:
cada día me descubro más suspendido,
más cerca del abismo
que del suelo.
Y entonces, cuando creo que caeré,
entiendo:
ese hilo, el más delgado,
fue lo único que me sostuvo
cuando todo lo demás se rompía.