Alexandra Quintanilla

Si pudiera explicar

Si te pudiera explicar
que hay días en los que me despierto
sin la intención de hacerlo.
Que bromeo tanto,
como tanto es lo que deseo
derribarme en lágrimas.
¡Pero no salen!
Como una gota de vena
que va a caer
en medio de un desierto incierto.

Que en mí hay una parte quebradiza
que deseo tanto ocultar
a través de dureza.

Quizá —pienso—
mientras, por la madrugada,
por la ventana dejo que se esparza
el humo de un cigarro
que no me acabé ayer
porque la abuela me hizo prometer
no volverlo a hacer.

La promesa es determinante,
pero lenta.

Mi mente piensa en ella,
y en las cosas que digo a veces sin pensar.
Y, como evitando siempre lo que es,
mis ojos se fijan
en esa nueva amiga:
una ceiba que intenta esconderse
dentro del cafetal,
detrás de mi casa.

Y pienso en una niña,
la que me hubiera detestado
por estar aquí,
fumándome la vida.
Creo que ahora,
en vez de admirarme,
me vería tan decepcionada.

Ahora pienso en la niña
y en la ceiba.
Ella no entiende que es tan grande,
que aunque intente esconderse
dentro del cafetal,
no puede.

Esa niña…
¡cuántas veces fue esa ceiba!

Si pudiera explicarte…
que no te dejo entrar del todo
porque alguna vez
cerré la puerta tan bien,
porque esa pequeña,
en la que pienso ahora,
estaba siempre en mi habitación
llorando cada madrugada
por los monstruos.
Y me tocaba quedarme con ella en vela,
cuidándole el sueño
cuando el miedo la agotaba,
para que no se despertara.

La niña ya no está,
y ahora,
en esta nueva habitación,
no sé dónde he dejado la llave.

Fueron tantas madrugadas cuidándola
que, ahora que se ha ido,
me siento tan vacía.

¿Cómo pudiera explicarte…
una parte de mí
que ni siquiera yo misma entiendo?

Las veces que me has dicho
que nunca has conocido
a alguien tan distinta…
y yo solo pienso
que quizá soy la misma cosa
con distintas heridas.

Cómo quisiera explicarte
tantas palabras
que ni yo me he confesado,
que ni yo me he explicado.
Derribarme en tu hombro y,
sobre tu pecho,
acurrucarme
sin que el tiempo diga —Es tarde.

Pero mi carga es tan pesada
que me da miedo
que el que termine cayendo seas vos,
y yo solo vea nuevamente
cómo algo grande se acabó.

Cómo desearía hacerlo entender,
para que entendieras
el por qué de alejarme
cada vez que deseo acercarme.

Y cómo quisiera encontrar
las palabras justas
para que pudieras comprender,
y así yo también entender
al mismo tiempo
tantas cosas.

Pero hay una parte en mí
que siempre busca evitar esa lucidez,
porque enfrentarla
es enfrentar el por qué esa niña lloraba,
y por qué siempre tenía que fingir
una fortaleza
que, de alguna forma,
me inventaba.

Que no sé llorar,
porque siempre me decían: —Calla.

¿Cómo te explico…
que no entiendo si te quiero,
no porque sea incapaz de sentir,
sino porque, antes,
a quienes pensé que quería
me daban una especie de amor
que siempre dolía?

Si te pudiera explicar eso,
quizá me desentendería un poco menos.
Pero te prometo
que ni escribiendo
todas las palabras enredadas en versos
he logrado descifrar
por qué adentro siempre llueve,
y por qué en mi alma
siempre hay un silencio,
una especie de desesperación
que busca —inconscientemente—
un alivio
que nunca he logrado encontrar.

Y pienso que ahora,
este cigarrillo esparce un olor
que haría que esa niña llorara más,
y esa es mi forma
de hacerla volver,
para así sentir
que aún hay algo
que necesito proteger.

Pero cuando el cigarrillo se acaba,
nuevamente
solo estoy yo
en la oscuridad de la habitación,
con la luz de la calle
reflejándome media cara,
y esa ceiba
que se enreda
en el eco del silencio
y el canto de las chicharras.