En la vejez, el sol se oculta lento,
las sombras crecen, abrazan el momento.
No es la falta de oro la que duele,
sino el eco vacío que a la vida muerde.
Los días se arrastran, las horas, un lamento,
y las risas perdidas son un cruel tormento.
El oro en las manos se vuelve ceniza,
lo que duele en el alma es la soledad precisa.
No hay tratamiento que cure la ausencia,
ni medicina que llene esa carencia.
Los silencios eternos, amargos y fríos,
son un peso inmenso en los días vacíos.
Miro la ventana, el jardín marchito,
donde el tiempo se asienta y no hay un escrito.
Compañeros que fueron, ahora son trinos,
sus voces se apagan, sus recuerdos son divinos.
Así transcurro entre sombras y voces,
la soledad impone sus pesares y roces.
No es el dinero, ni el lujo que abriga,
es la mano en la mía, quien sana y me abriga.
El amor compartido, el abrazo sincero,
son los tesoros que no se dan primero.
En la vejez, el alma pide compañía,
pues lo más caro es el amor, la alegría.
Así, en el ocaso, mientras susurros mueren,
serán las almas unidas las que no se detienen.
Y aunque el cuerpo ceda, y los años arruguen,
seremos en el silencio, dos corazones que emergen.