No fue soldado,
pero aprendió a caminar con el cuerpo tenso,
como quien teme una bala
que nunca fue disparada.
No conoció trincheras,
ni el polvo del combate,
pero carga sobre la espalda
una guerra sin mapas,
sin enemigos visibles,
sin himnos ni funerales.
No lleva heridas,
pero su carne recuerda
cada palabra que le incrustaron en silencio.
Como Firs,
ese viejo que se quedó en el jardín
mientras el tiempo se iba,
él arrastra años que no vivió del todo,
historias heredadas,
dolores prestados.
Ese peso le endureció la voz,
le cinceló la lengua:
afilada,
locuaz,
con filo de verdad amarga.
Pocos notan
la flecha fija en su mirada.
Erigió un mundo
de palabras duras,
certezas sin fisura,
un refugio donde nadie puede entrar.
Pero si alguien pregunta,
si alguien lo atraviesa,
la sonrisa que lo envuelve se rasga,
y asoma el otro.
Ese que solo conoce el teatro del gesto,
el que aprendió a ser amable
como se aprende a respirar bajo el agua.
A veces,
cuando nadie lo mira,
se quita el uniforme sin guerra
y se deja caer en un rincón
donde no hay preguntas.
Allí, el silencio pesa más que cualquier discurso.
A veces piensa en romperlo todo,
el rol, el verbo,
el universo que inventó para no volverse nadie.
Pero no sabe quién es
sin todo eso encima.
Y entonces,
como quien espera un conflicto que no llega,
se ajusta la sombra,
sonríe,
y sigue caminando
con el peso exacto
de una guerra que no fue
pero que aún continúa.