Ruinas Doradas
No basta un gesto vacío para deshojar sus noches,
ni el mutismo oculto en una boca que tiembla;
se necesita un hilo de sombras, un canto susurrado,
para desatar la luna que su piel contempla.
No es robarle el mapa de su timbre cautivo,
ni arrastrar las horas que se enredan en su pecho;
es danzar con la brisa que, furtiva,
guarda en su aliento el invierno deshecho.
Es rozar la tinta que duerme en sus dedos,
entender que en sus gestos anida un misterio,
donde las corrientes que cruzan sus miedos
dibujan en el aire el eco de otro hemisferio.
Desnudarla es cruzar por ruinas doradas,
palpar en sus costillas memorias silenciadas,
saborear en sus pasos la huella marcada
que nunca contó lo que aún le habita.
Entrar en su reino no es ser conquistador,
es mirar la tempestad desde la orilla incierta,
sentir el embate en la piel con su fervor
y hallar la calma en la puerta entreabierta.
No le tocas la carne, sino las estaciones
que esconde entre las ramas de su frente herida;
te haces presencia en las vibraciones
de los veranos que aún no se rinden.
La haces tuya con su aliento en la piel,
sin pronunciar su nombre ni quebrar el cielo;
eres el viajero que, entre ríos sabios,
bebe del fuego sin soltar el hielo.
Y si al final te deja entrever su alma,
serás aquel que no ve con ojos terrenales:
sabrás que entre sus manos se derrama
el instante mismo, en surcos ancestrales.