Cuando te conocí, la noche se hincó de rodillas,
como si el cosmos descubriera que faltaba una estrella
y tú -constelación rebelde-
descendieras a habitar mis delirios
con el silencio lúcido de quien ha amado en otras vidas.
Tu voz era un zócalo de agua en mi desierto,
una sílaba antigua que rozaba los huesos,
y yo -arqueólogo del temblor-
hallé en tu boca la reliquia del asombro,
el códice de un fuego que no cesa.
No te reconocí con los ojos, sino con la médula,
porque hay presencias que se inscriben en lo hondo,
donde los nombres no bastan ni la carne explica,
y tú eras eso:
el misterio que se deja intuir, pero nunca poseer.
Desde entonces, el tiempo perdió su brújula,
los relojes se volvieron ritual,
y cada día contigo es un eclipse del mundo:
una pausa donde el alma se sienta a mirar
cómo se construye la eternidad en lo cotidiano.
JUSTO ALDÚ © Derechos reservados 2025