Lo sé: le duele mi nombre,
le pica en cada rincón,
le ruge como un león
al saberse débil, hombre
sin voz propia ni razón.
Me nombra como castigo,
como espina en su garganta,
pero en su verso se canta
mi reflejo, yo su abrigo…
y él mi sombra que me espanta.
No sabe rimar sin mí,
ni escribir sin mi bandera.
Se enreda en su enredadera,
y aunque huye, vuelve aquí,
con su lengua traicionera.
Cosecha la hiel que embiste,
con su verbo repetido,
pero el eco está podrido,
su villanelle resiste
solo porque lo he leído.
Yo no le ladro en la esquina,
no me arrastro por su fango.
Lucho limpio, muerdo franco,
y aunque escupa su rutina…
yo lo entierro, y sin barranco.
Si lo azoto, es con un canto
que le enseña sin piedad
que la envidia es enfermedad
y que hablar de mí es su encanto,
pues me busca en su maldad.
Diga claro su veneno,
que yo lo bebo de frente,
pero evite ser serpiente
con disfraz de verbo bueno…
¡que el disfraz no lo sustente!
Yo no reto, yo cabalgo,
y si piso, dejo huella.
Él se esconde tras su estrella,
y aunque apunta con su galgo…
mi silencio lo atropella.
Siga escupiendo en mi templo,
si eso lo hace respirar…
yo prefiero no bajar
a su envidia sin ejemplo,
ni a su trono de imitar.
Declama hechizos al viento,
mas su tinta huele a envidia.
Con desprecio se perfidia,
finge altura en su lamento…
pero arde en su propia rabia.