JUSTO ALDÚ

A LA DAMA QUE EL TIEMPO NO VENCE

Hace treinta y siete inviernos,
y otros tantos soles cruzando mi pecho,
te vi surgir en mi sendero
como río secreto entre laderas rotas,
sin preguntar por mi sed… pero supiste calmarla.

Viniste con el pan, con el abrigo,
como el fuego discreto que no arde, pero salva,
con el silencio exacto,
y la palabra firme que no busca aplauso,
sino ancla en la tormenta.

Y aunque yo, errante en otras costas,
me perdí en cuerpos que no tenían idioma,
como ciego buscando ventanas encendidas,
tú fuiste el hogar intacto en la penumbra,
casa firme… lámpara que no se apaga.

No eres amor de feria ni flor de domingo,
eres raíz que se aferra a la roca,
madre del árbol que dio sombra sin reproche.
Recogiste mis fragmentos sin reclamo,
fuiste altar sin liturgia, pero sagrado.

Te herí, lo sé… no lo olvido:
tantas veces fuiste faro sin regreso,
nombre silente en mi vendaval sin brújula.
Y, sin embargo, tu amor -ese amor-
no naufragó en mis mares errantes.

Hoy no prometo lo que no soy,
pero reconozco la joya que portas:
no en galas, sino en la mirada
que aún me busca, pese a todo,
como si aún mereciera ser hallado.

Quizás el destino me ponga en juicio,
pero he despertado a lo esencial:
ninguna mujer pesa tanto en mi historia
como tú,
mi dama invencible.

 

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