El pan era duro,
pero ella lo calentaba en el comal
como si aún mereciera ternura.
Lo partía en silencio,
y con cada migaja
nos enseñaba a agradecer.
Oía su hervor desde la pieza.
Era el sonido de estar a salvo.
Nada sanaba más rápido
que esa sopa tibia
en el cuenco grande,
con su cucharón cansado
y su fe antigua.