Me caí del tiempo
como una hoja sin árbol,
y el mundo siguió su paso
sin notar la grieta en el viento.
Fui eco de un ruido lejano,
una grieta en la porcelana
que nadie miró de frente.
El dolor no tenía nombre,
porque nadie se lo quiso dar.
Mi fecha fue un susurro
que no rozó labios,
un reloj dormido
que no encontró oídos atentos.
No celebro,
porque el júbilo me desconoce,
y el pastel —si alguna vez existió—
se disolvió en el humo de una vela que nadie encendió.
Y en el día en que debí ser canto,
la memoria fue un jardín sin flor.
No hubo nombre, ni nota, ni abrazo.
Solo el eco sin eco de una espera sin voz.
Las sillas vacías a mi alrededor
aprendieron mi forma,
como si siempre hubieran sabido
que nacer sola
es también una manera de ser olvidada.
He sido faro sin costa,
lluvia sin paraguas,
luz encendida en una casa deshabitada.
Pero la soledad,
esa amante fiel,
me habla sin juzgar,
me cubre de una calma
que no pide permiso
ni devuelve promesas.
Y si alguna vez me buscan,
que sea por el rumor suave
de una flor que crece
donde nunca nadie sembró.
Yasuara Melgara