Evangelio sin cielo
Salí cuando la noche me lamía el cuello,
descalzo y sin promesas,
con la piel aún oliendo a fe podrida.
Me ardía el vientre,
y el alma —si algo quedaba— no era mía.
Nadie me vio.
Ni el perro del vecino, ni los ángeles ciegos
que clavan su moral en los aleros oxidados del juicio.
Yo descendí por una grieta en la ciudad,
donde gotea el tiempo
y los rezos se pudren como fruta olvidada.
Ella me esperaba.
No con rosas. Con cuchillas y vino negro.
No preguntó si venía por amor…
me abrió el pecho con la mirada
y tatuó su nombre en mi herida.
No hubo palabras.
Sólo el crujido de lo divino
rompiéndose en mi lengua.
Sus manos —manchas de algo más que pecado—
me borraron la historia.
Fui piel, fui fuego, fui fosa.
¡Qué gloria, esa ruina!
¡Qué paraíso al revés, lamiendo lo prohibido!
Ella me susurró un evangelio
que se arranca con dientes
y se reza mordiendo.
Y cuando terminó,
yo ya no era.
Yo ya no quería volver a rezar.
Quedé colgado entre su sombra y su espina,
sangrando algo
parecido a la verdad.