Ayer la vi.
En un sueño la vi.
Tan radiante,
tan bella,
tan ella.
Mientras soñaba entre recuerdos, la vi.
Abrazando mis abrazos,
besando mis besos,
mirando mis ojos,
amando mi amor.
Ayer la vi —no recuerdo cómo—, pero la vi.
Estaba vestida de esa forma tan única en la que ella se viste,
y arreglada de aquella manera que solo ella se arregla.
No sé dónde,
pero la vi.
En el presagio de un futuro, la vi,
en la melancolía del ayer,
junto a mí,
en mis logros,
en los suyos.
La vi ordenando nuestra casita,
comprando nuestra despensa.
Y no puedo olvidar que la vi,
porque sabía que era ella.
Aunque fueran difusos mis recuerdos,
la imagen clara de su rostro se ha grabado en mí.
Y sé que la vi.
La vi junto a mí,
en brazos a nuestro hijo,
regañándolo por no hacer su tarea,
comiendo un helado,
conmigo,
con mi hijo,
nuestro hijo.
Y la vi.
Y aunque quisiera no haberla visto,
le agradezco a mis sueños por permitirme verla una vez más.
Ayer la vi… tan real, tan falso,
tan efímero, tan eterno.
Un simple instante en el tiempo,
un rincón fugaz en este vasto universo.
Pero un deseo tan inexorable de verla,
que ni a la eternidad ni a la inmensidad se compara.
Juro que la vi.
Estaba allí, conmigo,
hablando de planes futuros,
jugando con su anillo de compromiso,
feliz.
No sé cómo explicarlo,
no sé cómo decirlo...
pero la vi.
Estaba tan emocionado al verla tan feliz,
estábamos nerviosos,
hablando con nuestros padres.
Y ahora...
¿Cómo me quito este sabor ambivalente de haberla visto?
¿Cómo me arranco la idea,
tan cruel,
tan dulce,
de que quizá...
la volveré a ver igual que la vi ayer?