Hay un olvido en mí,
no como una ausencia,
sino como un río secreto
que canta bajo la tierra.
Memorias dormidas —
olas que insinúan romper,
pero se disuelven
en el filo de la costa,
sin nombre, sin testigo.
Vieja música que flota en el aire,
proveniente de una radio extinta,
y sin embargo se cuela en mi oído,
hablándome en una lengua
ininteligible a los sentidos,
solo para evocar el olvido
que habita en mí.
Mi lengua saborea un eco
con una voz que creí perdida,
y de pronto:
un paisaje,
una sonrisa tímida,
una lágrima sin fecha,
y también palabras
que en esta hora no logro articular
pero que habitan en mí.
Así somos:
expuestos al roce invisible del mundo,
sensibles como viejas antenas,
como la torre de televisión en Berlín,
como el Obelisco de Buenos Aires,
y también el de la Pampa de la Quinua,
como un latón con sombrero
en la Loma de Tiscapa,
aún captando los sueños
de los que fuimos,
esperando siempre aquella canción
cuyo nombre olvidamos,
pero que persiste
en lo más íntimo,
rozando lo sagrado,
si se me permite decir.
Yo quisiera recordar siempre,
pero hay cosas que el destino
reserva con celo —
sorpresas encendidas
para un instante inmóvil,
como el asombro de un niño
ante una estrella que cae.
No quiero aislarme,
ni ser espectro entre los cuerpos,
pero hay un llamado
que viene de muy lejos,
como esa música antigua
que insiste desde un aparato apagado,
y que todavía no entiendo —
que, estando muerta,
sigue viva
sin que yo lo sepa.
Y entonces sé
que todo tiene su hora:
la raíz que se quiebra,
la flor que se alza,
la vida que brota,
la muerte que calla.
Y todas,
eternamente,
me habitan.