Milber Fuentes

Lo que no se toca: Ășnica forma para la experiencia.

Ella siempre con su andar presuroso,

tacones medianos,
cabello de oro quieto,
labios a punto de decir algo —o de callarlo para siempre.

Cuando la veo,
su imagen conversa conmigo.
No sé si ella habla,
pero lo que veo me interroga.

De mí nacen palabras
como eslabones de una cadena rota:
fragmentos de algo que alguna vez fue discurso,
y ahora solo es urgencia.

Hace días la vi de lejos.
Sonreía.
Me vio.

Algo en su gesto decía que sabía a quién veía,
pero eligió seguir riendo.

Detuvo su mirada apenas un segundo,
y luego siguió.

Pensé:
“La próxima vez me acerco,
para reír con ella antes de que se marche.”

Pero nuestra cercanía
siempre fue distante:
un hola,
un qué tal,
un adiós que no alcanza a doler.

Somos más próximos en este medio —
no en esta plataforma,
sino en esto otro:

el lenguaje.

Las palabras,
las miradas que se clavan en una sonrisa
buscando una grieta,
una oportunidad para mirar dentro de la boca
sin miedo a ser juzgado.

Cuando hablo,
lo hago con la voz que me queda,
la única que no le pertenece a nadie.

Es una lengua torcida,
nacida fuera de las convenciones,
pero viva.

Lo que siento,
no tiene palabras.

Por eso me acerco a ellas como quien se asoma
al borde de un abismo sin nombre.

Tal vez por eso su juicio —tan nítido, tan seguro—
no se lleva bien con mi manera
de nombrar lo que arde.

Pero igual la nombro.

Como se nombra lo que no se puede tocar.

Algún día,
alguien sabrá leer en mis torpezas
lo que ella no quiso mirar.

Y entonces, por fin,
este silencio será comprendido.