Nadie lo notó al principio.
Un saco al hombro,
una sonrisa reciclada,
y palabras que crujían como papel mojado.
Se instaló en la esquina del país,
levantó un toldo con retazos de promesas
y comenzó a ofrecer -con voz de decreto-
futuros en cuotas.
Sus ilusiones venían envueltas
en celofán con escudos patrios,
sabían a bandera descolorida,
a himno en boca de quien nunca canta.
Los niños pasaban
con mochilas rotas
y el estómago vacío,
pero él les hablaba de progreso
mientras la tiza se partía en dos
y el maestro vendía empanadas para sobrevivir.
Cada palabra que decía
pesaba menos que el polvo,
pero el pueblo las tragaba
como si fueran pan.
Firmaba convenios
en nombre de todos,
aunque nadie los leyera,
aunque el lenguaje fuera un mapa
para extraviarnos más.
Nadie gritó cuando cambió el idioma
del alma por el de las tasas de interés.
Cuando vendió el aire, el agua,
la infancia.
Todo lo anotó en su libreta con membrete extranjero.
Hoy aún está allí.
Con su toldo,
su sonrisa de yeso,
y su voz que ya ni truena.
Pero hay quienes, desde el polvo,
comienzan a oler el humo.
Y otros, por fin,
están encendiendo la llama.
JUSTO ALDÚ © Derechos reservados 2025.