Yo solo quería extraer de tus senos
la leche del asombro,
hablar con mi lengua la lengua de tu piel,
habitar el santuario húmedo donde comienza la noche
y que tu grito se estrellara
contra la bóveda de mi cuerpo.
Anhelo derramar mi savia espesa
en el cuenco de tu centro,
como si mi alma, licuada,
buscara reposo
en el fondo de tu temblor.
Mi lengua —brújula sagrada—
danza sobre el botón de la luz,
y tu humedad,
sin pedir permiso,
se mezcla con mi saliva
como un pacto
entre lo animal y lo eterno.
Sueño con tus senos,
faros eréctiles que apuntan al delirio,
y yo, náufrago voluntario,
los nombro uno a uno
con la boca entera.
Quisiera que me vaciaras
como se vacía un cántaro
en el altar del fuego,
que esta leche que me arde y me nombra
fuera tuya por derecho,
como es el silencio del dios que no responde.
Amarte es beber un brandy espeso
tras la inanición:
no hay bocado que no duela,
no hay saciedad posible,
solo el ardor de lo que no se digiere,
el incendio
de lo que no se olvida.
Pero dime,
¿cuántas veces más habremos de arder
para que algo, al fin,
sobreviva?